El primer ministro quiere reeditar la coalición thatcherista de élites y clases obreras.
Acceso privilegiado para donantes del Partido Conservador, contratos para empresas de amigos sin ningún tipo de escrutinio, puertas giratorias, conflictos flagrantes de interés, abusos de poder, canalización de fondos del Tesoro en función de la conveniencia política, funcionarios que tienen un segundo empleo como lobbistas… Aun así, los ingleses se ven a sí mismos como un prodigio de limpieza en comparación con la podredumbre que hay al otro lado del canal de la Mancha, y figuran en el undécimo lugar de la clasificación de países menos corruptos. ¡Cómo serán entonces los demás!
Las formas nunca han sido lo que más ha importado a Boris Johnson, líder poco escrupuloso que desprecia los detalles y desafía las convenciones, sin una ideología claramente definida, que lo mismo se puede disfrazar de libertario trumpista que de socialdemócrata (como en las ayudas de la pandemia), ser paternal o autoritario, usar el lenguaje thatcherista del patriotismo y el destino nacional que ponerse el cartel de tory moderado bajo cuyo manto puede refugiarse todo el mundo, élites económicas y clases obreras, jubilados y familias jóvenes con aspiraciones.
Los últimos meses han sido una cierta reivindicación del johnsonismo, con la consolidación de la salida de la UE sin que se produjera el fin del mundo (excepto para las víctimas de las faltas de suministros y los retrasos aduaneros) y el éxito de la campaña de vacunación. El primer ministro, en racha y nunca alérgico a una buena inyección de populismo, se había subido a la ola de la furia colectiva contra los ricos del fútbol y su intento de crear una Superliga europea, amenazando con prohibir por decreto ley la adhesión de los equipos ingleses. Y el pueblo se lo había agradecido (la fórmula de pan y circo casi siempre funciona). Superaba en popularidad al laborista Keir Starmer, la mayoría aprobaba su gestión y, eufórico, hasta se planteaba convocar elecciones anticipadas para garantizarse otros cinco años como emperador en Downing Street.
Una de las frases favoritas de Harold Wilson (primer ministro en los sesenta y setenta) era que una semana es una eternidad en política, y las últimas se han convertido en un infierno desde que saltó el caso Cameron, la revelación de que su predecesor y padre del referéndum del Brexit había hecho lobby con insistencia para que un hombre de negocios australiano (a cuyo sueldo estaba) se beneficiara de los contratos de la covid y de ese modo su empresa financiera no fuera a pique.
La campaña no le sirvió de nada, el Gobierno le dijo que no, y la imagen de Cameron ha quedado manchada sin posible reparación en la tintorería, pero no por eso Johnson se ha librado. Unas cosas han llevado a otras en una concatenación fatal de acontecimientos, y se ha sabido que él mismo atendió a los deseos del millonario James Dyson de ayudas fiscales para sus empleados. Que pensó en recurrir a los donantes del Partido Conservador para que financiaran la renovación de su piso en Downing Street (no quería pagar los ochenta mil euros que ha costado). Que su ministro Robert Jenrick accedió en una cena a la recalificación de terrenos que le solicitó un magnate que casualmente había sido colocado a su lado. Que contratos de la pandemia han ido a parar a una empresa en la que tiene acciones la hermana del propio ministro de Sanidad.
Gestión de la pandemia
Johnson niega ser el responsable de decenas de miles de muertes por tardar en actuar
“Todo esto le importa un comino a la gente, lo que quieren los ciudadanos son vacunas y se las estoy dando”, ha dicho Johnson en respuesta a la crisis, sin el más mínimo atisbo de arrepentimiento o contrición, como si se tratara de una irrelevancia, con ese populismo aristocrático marca de la casa no exento de flechazos esporádicos de brillantez, propio de untory educado en Eton y Oxford, que desde pequeño se sentía “especial” y quería ser “el rey del mundo”, y para quien la verdad y la mentira son las dos caras de la misma moneda.
Luego ha ocurrido lo inevitable. Johnson, o su equipo, cometió el error de atribuir a su exasesor Dominic Cummings, arquitecto del Brexit y la victoria electoral, las filtraciones. Y estaba claro que su antiguo hombre de confianza, despedido en su día sin miramientos y sin nada que perder porque carece de aspiraciones políticas, no iba a quedarse de brazos cruzados. Ha acusado al primer ministro de ineptitud y obstruccionismo, de falta de ética y de posibles ilegalidades. Y Downing Street teme que tenga documentos, correos electrónicos y grabaciones comprometedoras, y su intención sea demostrar que el líder tory , en su obsesión por proteger la economía a cualquier coste, retrasó hasta tal punto el confinamiento pandémico que decenas de miles de vidas se perdieron innecesariamente. Sería una bomba.
La tragedia, según Hegel, es el conflicto entre lo justo y lo justo, lo correcto y lo correcto. En este caso, ni Johnson ni Cummings son personajes guiados por la osa polar de la moralidad, pero los dos se creen en posesión de la verdad y estaba escrito que su historia de amor acabaría en odio. Para el exasesor, el Brexit y la subsiguiente revolución siempre fueron lo más importante. Boris, en cambio, pasó página y su objetivo pasó a ser la consolidación del poder y de los votos de los antiguos laboristas del País de Gales y el norte de Inglaterra.
Punta del Iceberg
Los ‘tories’ temen que haya todavía muchos más esqueletos ocultos dentro del armario
Después de plantearse incluso la dimisión cuando cayó víctima de la covid y le flaquearon las fuerzas, ahora Johnson sueña con subir al panteón de los pocos primeros ministros británicos que han marcado de verdad una diferencia: Pitt el Joven, Robert Peel, lord Palmerston, William Gladstone, Lloyd George, Anthony Eden, Winston Churchill, Clement Atlee y Thatcher. Él sería el décimo. Pero así como Tony Blair y la Dama de Hierro enseguida se vio que triunfarían, y que Gordon Brown y Theresa May fracasarían, en su caso no está claro. El sol puede salir todavía por cualquier sitio.
El primer examen de hasta qué punto ha quedado dañado será el 6 de mayo, fecha de las elecciones municipales y autonómicas. Tras un comienzo ilusionante, la figura del líder laborista Keir Starmer se ha diluido como un azucarillo, y hasta hace unos días parecía que se iba a romper la tendencia de que el partido en el poder siempre sale trasquilado de los comicios a mitad de mandato, que los votantes aprovechan para protestar. El populismo (ayudas estatales, promesas de inversiones millonarias en infraestructuras, el ataque a la Superliga de fútbol…) juegan a favor de Johnson, pero la corrupción, en su contra. Recuerda la tendencia de los tories a meter la cuchara en la masa de las croquetas y huele a esa decadencia otoñal inevitable que se produce cuando un partido lleva mucho tiempo al mando (pasó con Major después de once años y medio de thatcherismo, y ahora los conservadores llevan ya otro tanto).
Johnson, un centralista empeñado en recortar los poderes autonómicos, querría ser el equivalente de Thatcher en el siglo XXI. Maggie metió en el redil del Partido Conservador a un sector de las viejas clases trabajadoras que habían perdido el sentido de clase, y –con la ayuda de las Malvinas y dando zapatazos en Bruselas– gestionó con cierto éxito la decadencia británica y su reconversión en potencia de influencia media y recursos limitados. Neutralizó el poder sindical, redujo el Estado y dio alas al libre mercado. El actual primer ministro piensa que puede construir una coalición duradera y triunfadora apelando por un lado a la identidad blanca y las ideas sociales reaccionarias de buena parte del electorado (antimovimientotrans , antiecologista, anti #MeToo y #BlackLivesMatter) y por otro repartiendo dinero y logrando un desenlace feliz a la pandemia. Porque los votantes no recuerdan el principio del cuento, pero sí el final. Si Finlandia es considerado el país más feliz del mundo, los británicos también pueden creer que no hay corrupción.
Fuente: La Vanguardia.